El 18 de junio de 2025 se publicó el Decreto 397/2025, que modificó el régimen de control de armas de fuego en la Argentina, que fue reglamentado por el RENAR (Registro Nacional de Armas) a través de la Resolución 37/2025 (publicada en el B.O. del 4/11/2025). Ambos instrumentos fueron presentados con la habitual retórica de la modernización, la simplificación administrativa y la eficiencia estatal. Sin embargo, detrás de ese lenguaje aséptico se oculta una reforma que, lejos de perfeccionar el sistema, lo desarticula: altera la lógica del control estatal, debilita el principio de prohibición y traslada al individuo responsabilidades que le son ajenas.
El marco previo, establecido por la Ley 20.429 (Armas y Explosivos) y su Decreto Reglamentario 64/95, partía de una regla clara: respecto de ciertas armas de fuego semiautomáticas, se presumían prohibidas para uso civil, salvo autorización excepcional fundada por razones de seguridad o interés público. El control era ex ante, y el permiso, una excepción. El nuevo decreto invierte esa relación ya que establece un régimen de autorización generalizada, donde basta con cumplir condiciones formales y acreditar una habilitación previa para acceder a armamento de uso civil condicional específico. El Estado ya no controla para permitir, sino que permite y confía en que los usuarios se controlen a sí mismos.
En prieta síntesis, lo que se dispuso entre las dos disposiciones fue lo siguiente: El Decreto 397/2025 modifica el régimen histórico de control de armas previsto en la Ley 20.429 y en su decreto reglamentario 64/1995, habilita a los legítimos usuarios civiles a adquirir y poseer armas semiautomáticas alimentadas con cargadores de quita y pon, incluyendo fusiles, carabinas o subametralladoras derivadas de modelos militares de calibre superior al .22 LR. Por ejemplo, por ejemplo, un subfusil UZI semiautomático de 9×19 mm o un rifle FAL semiautomático calibre 7,62 mm. De manera que lo que antes estaba expresamente prohibido, pasa a formar parte de un sistema de autorización especial a cargo de la ex Agencia Nacional de Materiales Controlados (ANMaC), actualmente denominada Registro Nacional de Armas (RENAR), bajo la órbita del Ministerio de Seguridad. El decreto presidencial establece, además, que estas armas podrán utilizarse con fines deportivos u otras finalidades lícitas, lo que amplía su alcance y deja zonas de interpretación abiertas, especialmente en lo relativo a qué puede considerarse una finalidad legítima.
La Resolución RENAR 37/2025 complementa el decreto al detallar los requisitos administrativos para obtener la autorización. Exige al solicitante la identificación completa del arma, la acreditación de un sector de guarda tipo G2, esto es, contar con una caja o armero metálico de seguridad y, si se trata de cierto tipo de inmueble, que posea puertas de acceso blindadas o de seguridad y rejas lo suficientemente robustas en ventanas y/o aberturas cuando las mismas se ubiquen en casas, locales o plantas bajas de edificios con vista o acceso desde el exterior (calle, inmuebles linderos, patios, otros) siempre que no posean personal de vigilancia permanente.
Por otra parte, pide la presentación de una declaración jurada con los fundamentos del pedido, documentación fotográfica y el pago de tasas equivalentes al trámite de tenencia express y a la tarjeta de consumo de municiones. También requiere que el interesado demuestre usos deportivos comprobables (a cuyo acceso limitó el permiso) mediante certificaciones de clubes de tiro, participación en torneos o solicitudes presentadas por entidades habilitadas. La norma establece que el RENAR “valorará” la antigüedad mínima de cinco años como legítimo usuario y la ausencia de sanciones o sumarios, utilizando una fórmula ambigua que introduce un margen de discrecionalidad difícil de controlar.
Además, la resolución deroga disposiciones previas del antiguo RENAR (81/2002, 54/2004, 155/2004 y 239/2009) y ordena coordinar los nuevos procedimientos con las áreas de fiscalización y control.
En definitiva, la Resolución RENAR 37/2025 tradujo aquella filosofía de prohibición por un esquema operativo de autogestión: sustituyó las inspecciones presenciales por convalidaciones remotas, reemplazó las constancias físicas por declaraciones juradas digitales y habilitó la regularización de armas semiautomáticas. El régimen planteado, al plantear que el arma puede no tener número de serie y/o CUIM puede actuar como una regularización de armas semiautomáticas preexistentes mediante una simple acreditación documental y manifestación de buena fe. Esa apertura, presentada como una suerte de formalización del trámite mediante su simplificación, funciona en realidad como un blanqueo administrativo del material bélico irregular. En los hechos, el Estado no sólo deja de prohibir, sino que legaliza retrospectivamente lo que antes debía decomisar.
El problema es estructural. En lugar de reforzar el principio de legalidad y el deber de control, el nuevo régimen lo disuelve. El decreto delega en el RENAR la definición de requisitos sustantivos –por ejemplo, antigüedad mínima del usuario, condiciones de guarda y pautas de idoneidad–, cuando esas cuestiones pertenecen a la materia penal y de seguridad pública, reservada al Congreso o, en su caso, al Poder Ejecutivo por decreto reglamentario directo (art. 99 inc. 2 CN). Esa subdelegación impropia no es un tecnicismo, sino un vaciamiento del principio de legalidad en política criminal.
A esa debilidad normativa se suma la ambigüedad terminológica. La resolución dispone que el RENAR “valorará” la antigüedad del usuario como legítimo tenedor de armas (cinco años sugeridos), pero no la exige. El verbo “valorar” no pertenece al lenguaje jurídico: autoriza la discrecionalidad sin control. Bajo esa fórmula, un funcionario podría habilitar el acceso a un arma semiautomática a alguien sin experiencia ni antecedentes de manejo. La ley deja de normar y empieza a confiar.
El resultado es una inversión del principio de prohibición. El Estado, que antes debía justificar la excepción, ahora exige al ciudadano que justifique su propia restricción. Esta mutación técnica tiene consecuencias institucionales profundas. El RENAR, creado para garantizar la trazabilidad y control del material armamentístico, se convierte en un mero gestor de trámites. Su función ya no es fiscalizar, sino tramitar autorizaciones. Se abandona así la idea de monopolio estatal de la fuerza legítima, eje histórico de la incluso vetusta Ley 20.429, para reemplazarlo por una lógica de confianza individual incompatible con la seguridad colectiva.
Desde el punto de vista jurídico, la reforma contradice también la Ley 26.216 (Programa Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego), sancionada en 2006 y prorrogada varias veces, que consagró una política de desarme progresivo coherente con los compromisos internacionales asumidos por la Argentina bajo la CIFTA (Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego, Municiones, Explosivos y otros Materiales Relacionados) y el Programa de Acción de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) sobre Armas Pequeñas y Ligeras, impulsado por la UNODC (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) en 2001. Vale aclarar que el Programa se venció en 2023 y desde entonces no fue prorrogado, generando una situación de incertidumbre sobre cómo las personas pueden deshacerse de manera legal de material tanto legal como ilegal.
Dicha situación, el nuevo decreto y su resolución reglamentaria, consecuentemente, desandan el camino otrora emprendido y reinstalan, aunque en forma implícita, el paradigma de la autodefensa armada como extensión del derecho a la seguridad personal.
El problema, además, no se limita al plano normativo. La resolución permite aprobar de manera remota los sectores de guarda tipo G2 –aquellos destinados al almacenamiento domiciliario de armas–, mediante declaración jurada a la que podría acompañarse fotografías o vídeos enviados por los propios interesados. Concretamente, el peticionante presenta la declaración jurada de que cumple con los requisitos del tipo de sector de guarda y no aparece ninguna disposición que exija verificación alguna por el organismo de que ello efectivamente sea real. Es decir, el RENAR –si quiere– puede hacer una inspección y verificar, pero ello no es óbice para que a aquél le aprueben el trámite.
Vale aclarar al respecto, para evitar posibles cuestionamientos a esta observación, que esto no es una novedad que haya venido dispuesta en la resolución comentada, sino que, tradicionalmente, vaya a saber por qué razón, nada impone que estos sectores de guarda deban ser supervisados personalmente por los inspectores del RENAR. Según la cantidad de armas que posea el usuario, la clasificación de tales sitios se divide en tres (G1, G2 Y G3), siendo la última la única que la normativa prevé la posibilidad de inspección presencial, aunque, si esta no se concreta dentro de un término de cincuenta días, se presume que se encuentra habilitada.
Así, sin inspección presencial ni validación técnica, el Estado se priva de constatar la existencia real del arma, su condición y el cumplimiento de las medidas de seguridad. Se institucionaliza así la ficción de control: un expediente completo no equivale a un control presencial efectivo.
La trazabilidad, que constituye la piedra angular del sistema de control de armas, también se ve afectada. La emisión de un nuevo CUIM (Código Único de Identificación del Material) para armas “regularizadas” sin verificación presencial impide asegurar su correspondencia con el arma física. El riesgo de duplicación o falsificación es evidente, y compromete toda la cadena de custodia. En caso de que una de esas armas participe de un hecho delictivo, el rastro se perderá en el vacío de un formulario.
La Resolución RENAR tampoco prevé para estos casos específicos, controles cruzados con bases de antecedentes penales, registros de violencia familiar o de género, ni sistemas provinciales de inhabilitación. Sólo demanda “valorar” la inexistencia de sanciones o actuaciones administrativas en trámite exclusivamente ante el Registro Nacional de Armas (ex ANMaC). En consecuencia, un usuario con restricciones judiciales o condenas podría acceder legalmente a una autorización. Se vulnera así el principio de precaución que exige la Ley 20.429 (art. 4) y que había sido reforzado por el Decreto 64/95 (art. 1° en su redacción originaria). La política criminal del control preventivo es reemplazada por la mera presunción de idoneidad.
El cuadro institucional es todavía más preocupante. El RENAR no posee hoy capacidad técnica, recursos humanos, ni estructura territorial para fiscalizar de manera remota miles de nuevas solicitudes. Sin personal especializado ni coordinación con fuerzas de seguridad nacionales o provinciales, el sistema deviene puramente declarativo. La modernización, lejos de racionalizar, desmaterializa el control: se lo sustituye por la ilusión de un trámite digital bien presentado.
En materia de trazabilidad informática, el sistema SIGIMAC (Sistema de Gestión Integral de Materiales Controlados) no fue diseñado para absorber regularizaciones masivas ni para validar información autodeclarada. Sin inspecciones presenciales ni validación biométrica, el riesgo de errores, duplicaciones o incluso filtraciones de datos es real. Se trata, en suma, de un modelo de “gestión inteligente” que carece de inteligencia material.
La consecuencia práctica es que el acceso a una autorización para adquirir o mantener un arma semiautomática resulta más simple y menos costosa que tramitar un pasaporte o una licencia de conducir. El símbolo es devastador: el Estado exige menos para armarse que para identificarse. Esa inversión axiológica desnuda el núcleo del problema ya que el control de armas ha dejado de ser una política pública y se ha transformado en un trámite administrativo.
En paralelo, el régimen crea una paradoja jurídica insoslayable. Mientras el Derecho penal federal castiga la tenencia y portación ilegítima de armas (arts. 189 bis y 189 ter del Código Penal), el nuevo sistema administrativo amplía los permisos sin control real. Se rompe así la congruencia interna del sistema normativo: lo que el poder judicial castiga por mandato del Congreso e impulso del Ministerio Público Fiscal, la administración nacional autoriza. Esa fractura erosiona la legitimidad del Estado como garante del orden público y alimenta una zona gris donde la frontera entre legalidad e ilegalidad se vuelve difusa.
Las implicancias político-criminales son aún más graves. La política de control, concebida históricamente como instrumento de prevención del daño y reducción de la violencia armada, es reemplazada por una concepción de autogestión del riesgo, que traslada al individuo la carga de su propia seguridad. Bajo la apariencia de empoderar al ciudadano, el Estado se retira. En el discurso oficial, esa retirada se presenta como “eficiencia” o “descentralización”, pero en realidad representa la renuncia a ejercer el monopolio de la fuerza legítima.
Esa abdicación tiene consecuencias directas en la cultura jurídica y política. Cada vez que el Estado cede una porción de control sobre las armas, no gana confianza. Contrariamente, pierde autoridad. La idea del “ciudadano armado responsable”, importada de modelos anglosajones, resulta incompatible con el contexto social argentino, en donde la violencia estructural, la desigualdad y la ausencia de controles efectivos hacen imposible que la responsabilidad individual sustituya a la estatal. Cuando la ley confía más en la buena fe del usuario que en su propia capacidad de control, el Estado deja de ser un árbitro y se convierte en un mero espectador, además debilitado en sus funciones básicas.
Además, el decreto y su resolución generan un riesgo de incompatibilidad internacional. Al flexibilizar los estándares de trazabilidad y acceso, la Argentina podría incumplir los compromisos asumidos ante la CIFTA (Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego, Municiones, Explosivos y otros Materiales Relacionados), el Programa de Acción de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) sobre Armas Pequeñas y Ligeras, y el Tratado sobre el Comercio de Armas (ONU, 2014), que exigen controles rigurosos y trazabilidad verificable. Un Estado que afloja sus mecanismos internos se convierte en un eslabón débil en la cadena internacional de control.
Incluso, paradójicamente en un contexto que pone el eje en la economía, este tipo de disposiciones son contrarias a lo que el GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional) exige para evitar amenazas terroristas que puedan afectar la integridad del sistema financiero local y, por añadidura, al internacional: el control de las armas ilícitas. El riesgo no es menor, por cuanto, más allá de lo que el país debe observar para evitar el lavado de activos de origen ilícito, tarea, por cierto, compleja, además debe cumplir con aquellos recaudos, bajo apercibimiento de caer en la denominada “lista gris” del organismo, pulverizando cualquier tipo de pretensión de inversión y crédito internacional.
La contradicción entre el discurso y la práctica alcanza niveles de ironía institucional. Mientras se proclama la “transparencia administrativa” y la “digitalización del control”, se eliminan los mecanismos que permitían verificar la legalidad de los actos. El RENAR, que había nacido como organismo técnico, es ahora una oficina que confía en pantallas y formularios. El principio de trazabilidad, que exige poder reconstruir el recorrido completo de cada arma –desde su fabricación hasta su destino final–, queda convertido en un mito administrativo. Una base de datos prolija no garantiza un control real; solo certifica la ilusión de que el control existe.
La reforma, además, carece de toda evaluación de impacto. No se acompañó de informes técnicos, estudios de riesgo ni análisis estadísticos sobre su efecto en la criminalidad armada. La carencia de estadísticas oficiales fiables no permite conocer cuántas armas circulan por el país ni cuantas ya han tenido como destino un acto ilícito, lo que también abarca su posesión ilegal, aun cuando otrora esta hubiese sido permitida, pero estas habilitaciones caducaron por falta de renovación en tiempo y forma. Así, se legisla por decreto y se reglamenta por resolución, sin evidencia empírica ni deliberación democrática. Esa improvisación contradice el principio de racionalidad en la política criminal, que exige actuar sobre diagnósticos y no sobre consignas.
Desde el punto de vista institucional, la fragmentación también es alarmante. El sistema de control de armas depende del RENAR, la seguridad de las fuerzas federales, la política criminal del Ministerio Público Fiscal en coordinación con el Poder Ejecutivo y el Congreso y la aplicación de las sanciones penales del Poder Judicial. Cada actor opera ahora con criterios distintos y sin coordinación. Esa desarticulación funcional neutraliza cualquier política integral de prevención. Un Estado fragmentado no controla, sino que dispersa responsabilidades hasta volverlas inocuas.
En lo que hace a la justificación de la habilitación de este tipo de armas semiautomáticas, sus características y su empleo, supuestamente, para uso deportivo, también corresponde formular serios reparos.
En efecto, el Decreto 397/2025 y su reglamentación por el RENAR introducen una novedad de fuerte impacto técnico y simbólico: habilitan el uso civil y deportivo de armas semiautomáticas alimentadas con cargadores de “quita y pon”, es decir, dispositivos removibles, intercambiables o de extracción rápida, capaces de insertarse y retirarse manualmente en segundos, sin herramientas ni desarme del arma.
Desde el punto de vista técnico, la diferencia con un cargador fijo o integral es sustancial. Mientras este último –propio de una carabina de caza o una escopeta de repetición– obliga a recargar manualmente cartucho por cartucho, el cargador removible permite cambiar un peine completo en un solo movimiento, multiplicando así la cadencia de fuego y la autonomía de disparo. Es decir, convierte una acción limitada en una secuencia potencialmente continua, más cercana a un patrón de combate que a una práctica deportiva convencional.
Esta distinción no es un tecnicismo. En el derecho comparado, el tipo de cargador marca la frontera entre el arma civil y la de uso militar restringido. Por eso el Decreto 64/1995, reglamentario de la Ley 20.429, prohibía expresamente la tenencia civil de armas semiautomáticas con cargadores de quita y pon derivadas de modelos militares (de calibre superior al .22 LR). La razón era elemental: el principio de control estatal exige limitar la circulación de material bélico con capacidad de fuego sostenido.
El nuevo decreto invierte ese principio. Elimina la prohibición y habilita el uso deportivo de este tipo de armamento, lo que en la práctica significa permitir fusiles o carabinas con cargadores de entre 10 y 30 disparos por minuto, dependiendo del modelo. La cuestión central, por lo tanto, no radica solo en la autorización formal, sino en el cambio de lógica pasando de la excepcionalidad al permiso generalizado.
Ahora bien, la decisión presidencial sostiene que estas armas podrán destinarse a “actividades deportivas u otras finalidades lícitas”, aunque –y esto sí que hay destacarlo como el único aspecto positivo, más allá de los reparos que merece– la disposición del RENAR limitó el permiso exclusivamente a “los legítimos usuarios acrediten probados usos deportivos”. Nada descarta el desvío de estos elementos concedidos a quienes justificarán su uso en materia deportiva, pero por lo menos, se ha reducido el ámbito de concesión a esos sectores y no a cualquier legítimo usuario que pudieran destinarlos a “otras finalidades lícitas”, conforme se estableció en el citado Decreto 397/25.
En rigor, en la Argentina existen múltiples disciplinas de tiro deportivo –pistola, carabina, fusil, tiro práctico– reguladas por la Federación Argentina de Tiro (Reglamento General Interno de Tiro, 2006) y supervisadas en polígonos habilitados. La propia ex ANMaC (actual RENAR) ha publicado guías sobre “Armas de uso civil deportivo” que incluyen fusiles y carabinas tiro a tiro o de repetición hasta calibre .22 LR.
Es decir, el tiro deportivo tradicional en el país –y también en la mayoría de los sistemas comparados– utiliza armas de bajo calibre, de un solo disparo o de repetición manual, no semiautomáticas de tipo militar. La ampliación introducida por el Decreto 397/2025 no refleja una práctica consolidada, sino que crea una posibilidad nueva, más cercana a la estética táctica que al deporte olímpico o federado.
De hecho, antes de esta flexibilización, el estándar técnico para el uso deportivo era claro. Las armas con cargadores removibles superiores al .22 LR quedaban fuera del uso civil. La nueva norma rompe ese límite bajo la justificación de incorporar modalidades “deportivas” contemporáneas, aunque, hasta donde se tiene conocimiento, ninguna federación nacional o internacional haya reclamado formalmente tal ampliación.
El problema no es semántico, sino político-criminal. Llamar “deportivo” a un fusil semiautomático con cargador de extracción rápida no lo convierte en deporte, del mismo modo que autorizar su compra no lo convierte en seguro. En la práctica, el decreto acerca el uso civil al estándar táctico de combate, sin evidencia de que esas armas sean efectivamente utilizadas de manera regular en competencias reconocidas.
En el plano internacional, las disciplinas de tiro deportivo reguladas por la International Shooting Sport Federation (ISSF) –autoridad mundial del tiro olímpico– se estructuran en torno a armas de bajo calibre (.22 LR, aire comprimido) y escopetas deportivas, con pistolas semiautomáticas de uso muy limitado y bajo regulación estricta. No existe ninguna disciplina de ese circuito que requiera fusiles semiautomáticos de tipo militar con cargadores removibles de alta capacidad. De manera que lo que el Decreto 397/2025 habilita en Argentina no coincide con el estándar deportivo internacional, sino que, solapadamente, constituye una apertura política hacia armas de configuración táctica que se intentan legitimar bajo la etiqueta genérica de “uso deportivo”. En rigor, el deporte funciona aquí más como coartada normativa que como necesidad real.
De manera que, si bien existe un uso deportivo previsto legalmente de esos armamentos, no es habitual que ese tipo de armas se emplee en el deporte real. La mayoría de las disciplinas continúan utilizando armas de menor potencia y con cargadores fijos o de repetición. La nueva regulación habilita una posibilidad –y con ella, un riesgo– más que describir una práctica social existente.
Por eso, reducir el debate a una cuestión de “derecho al deporte” resulta falaz. Nadie discute el tiro como disciplina. Lo que está en juego es la traslación del modelo militar al ámbito civil bajo una etiqueta que suena inocua. El deporte puede ser una excusa tan eficaz como peligrosa cuando se convierte en coartada normativa para relajar los estándares de control sobre armas de fuego de alto poder.
Hay, finalmente, un problema axiológico más profundo que implica lisa y llanamente la ruptura del contrato social. El control de armas no es una función burocrática, sino una expresión material de la soberanía estatal. Cuando el Estado decide que controlar es un costo, no una obligación, abdica de su esencia. Un Estado que no controla el acceso a las armas, en el fondo, ya no se controla a sí mismo.
La historia institucional argentina enseña que cada vez que se relajaron los controles de armas, los resultados fueron previsibles: incremento del tráfico ilícito, desvíos a bandas criminales y proliferación de material sin registro. La memoria reciente del país –desde Río Tercero hasta el contrabando internacional de los años noventa– debería bastar para comprender que el descontrol en materia de armas nunca es inocuo.
El Decreto 397/2025 y la Resolución RENAR 37/2025 representan, en definitiva, una regresión político-criminal disfrazada de modernización administrativa. Bajo la apariencia de eficiencia, reinstalan el descontrol; bajo la retórica de simplificación, consagran la opacidad; y bajo el discurso de confianza, abandonan la prevención. El resultado no es un Estado más ágil, sino un Estado más débil, que sustituye la responsabilidad por la fe.
El control de armas no es un trámite ni una prerrogativa, sino una función indelegable del Estado. Cuando este la entrega, aunque sea parcialmente, la consecuencia es siempre la misma: más armas, menos control y una sociedad más insegura. No hay nada moderno en eso. Hay, apenas, la reedición de un viejo error.
Principales observaciones y riesgos del nuevo régimen
Problemas jurídicos y normativos
a) Inversión del principio de prohibición:El régimen anterior (Ley 20.429 y Decreto 64/95) partía de un principio de prohibición con autorización excepcional. El nuevo sistema invierte esa lógica, habilitando el acceso general a armas semiautomáticas de uso civil condicional. Se reemplaza una política de controlex ante por una de autorización presunta, sin reforma legal previa. El resultado es una quiebra del principio de legalidad y de coherencia entre norma sustantiva (Ley 20.429) y reglamentaria (Decreto 397/2025).
b) Subdelegación impropia:Eldecreto habilita al RENAR a fijar condiciones sustantivas de acceso y control, lo que excede una simple reglamentación técnica. Se delega una potestad legislativa en materia penal y de seguridad, vedada por el art. 99 inc. 2 de la Constitución Nacional. El riesgo es claro: nulidad por exceso reglamentario y violación del principio de reserva de ley.
c) Ambigüedad normativa:El uso de expresiones como“se valorará” en lugar de “se requerirá” instala la discrecionalidad sin control. Los criterios de autorización quedan librados al arbitrio político o administrativo, afectando la previsibilidad jurídica. En lugar de estándares objetivos, se institucionaliza la vaguedad: el eufemismo reemplaza la norma.
d) Blanqueo de armas irregulares:La posibilidad de“regularizar” armas preexistentes sin trazabilidad constituye una amnistía técnica encubierta. Se vulnera el principio de control continuo de tenencia y el deber estatal de identificación del material bélico (arts. 4 y 6, Ley 20.429). La consecuencia es la erosión de la cadena de custodia y el reingreso al circuito legal de armas fuera de control.
e) Contradicción con la legislación de desarme:El nuevo régimen contradice el espíritu y finalidad de la Ley 26.216 (Programa Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego). Colisiona, además, con los compromisos internacionales asumidos por la Argentina en la CIFTA (Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego),el Programa de Acción de la ONU sobre Armas Pequeñas (UNODC, 2001) y el GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional). Esto podría acarrear responsabilidad internacional por relajación de estándares de control.
Problemas institucionales y administrativos
a) Desnaturalización del rol del RENAR:El organismo pasa de ser una autoridad técnica de control a un mero tramitador de licencias. Se vacía su función de fiscalización, convirtiéndolo en una oficina de autorizaciones automáticas sin inspección ni decisión fundada. El resultadose traduce en la pérdida del control estatal sobre la cadena legal de armas y debilitamiento del monopolio de la fuerza legítima.
b) Sustitución del control presencial porhabilitaciónremota: La inspección ocular obligatoria se reemplaza en los hechos por una habilitación remota, que se concreta a través de la información que brida el usuario a través de vistas fotográficas y de manera Esa simplificación tecnológica y la ausencia de una disposición que imponga al organismo constatar presencialmente lo declarado en todos los casos impide constatar la seguridad real de los sectores de guarda tipo G2 y las condiciones del arma, así como su efectiva identificación. La consecuencia es obvia: aumento de falsificaciones, almacenamiento inseguro y circulación de material no registrado.
c) Supresión de la trazabilidad efectiva:La flexibilización documental compromete la cadena de custodia. Armas formalmente“legales” pueden derivar al mercado ilícito sin posibilidad de rastreo posterior. La trazabilidad se convierte en un dato burocrático, no en una garantía efectiva de control.
d) Falta de controles cruzados:El régimen no exige consulta con bases de antecedentes penales ni con registros de violencia familiar o de género. Se habilita así el acceso a armamento a personas con historial incompatible, violando el principio de precaución y el deber de resguardo de la seguridad pública.
Problemas político-criminales
a) Desarticulación del principio de prevención:El nuevo modelo asume que el control estatal es un obstáculo, no una garantía. La prevención se privatizapor cuanto el Estado deja de actuar como actor primario del control de la violencia armada. Se retrocede del paradigma del desarme civil a una lógica de autodefensa socialmente peligrosa.
b) Contradicción con la política criminal penal:Mientras el Código Penal castiga la tenencia ilegítima (arts. 189 bis y 189 ter CP), la administración amplía las licencias. Se genera una incoherencia estructural: lo que la ley penal reprime, el Estado habilita. La consecuencia es la pérdida de eficacia disuasiva y el debilitamiento del poder simbólico del derecho penal.
c) Transferencia de responsabilidad al individuo:El Estado deja de verificar y deposita en el usuario la carga de la“declaración responsable”. Se sustituye la lógica del control por la de la confianza, incompatible con el principio de seguridad pública colectiva. La tenencia armada pasa a verse como atributo ciudadano y no como excepción regulada.
d) Efecto simbólico de desregulación:El discurso de la“modernización” se convierte en sinónimo de descontrol. Se debilita la autoridad estatal y se instala la figura del “ciudadano armado responsable” como solución privada frente a la inseguridad. La consecuencia cultural es la expansión del individualismo punitivo y la erosión del contrato social.
Problemas técnicos y de ejecución
a) Déficit de capacidad fiscalizadora:El RENAR carece de estructura y personal para verificar el cumplimiento remoto de miles de nuevas autorizaciones. La implementación real es ilusoria: el control se vuelve meramente declarativo.
b) Incompatibilidad con sistemas informáticos existentes:El sistemaSIGIMAC (Sistema de Gestión Integral de Materiales Controlados) fue diseñado para control presencial y serialización física. No está preparado para cargas masivas ni validación de datos autodeclarados. Se multiplican riesgos de errores, duplicación de CUIM (Código Único de Identificación del Material) y pérdida de trazabilidad.
c) Falta de articulación con fuerzas de seguridad:El decreto y la resolución omiten toda articulación político-criminal con las fuerzas de seguridad federales y provinciales, desintegrando el control territorial y fragmentando lasresponsabilidades operativas. Sin perjuicio de ello, debe recordarse que el RENAR –ex ANMaC– conserva potestades de intervención autónoma en materia de fiscalización de los sectores de guarda, sin requerir habilitación judicial previa. Así surge de la Resolución 119/2018, cuyo artículo 7° dispone que la ANMaC, en su carácter de autoridad de aplicación, podrá solicitar la colaboración de las fuerzas federales y/o de las autoridades locales competentes para verificar o inspeccionar los “Sectores de Guarda de Materiales Controlados” (S.D.G.) y los “Sectores de Almacenamiento” (S.D.A.). Asimismo, el artículo 12 establece que las inspecciones sobre domicilios particulares deberán ser realizadas exclusivamente por inspectores de la ANMaC, salvo solicitud expresa del usuario interesado.
Problemas axiológicos y de legitimidad
a) Ruptura del contrato social en materia de armas:El Estado abdica del control sobre uno de los símbolos de soberanía: la fuerza. Se diluye la idea de que la seguridad es un bien público indivisible. Laposesión se privatiza; el poder se fragmenta.
b) Deslegitimación institucional:La toma de decisiones por simples resoluciones administrativas erosiona la confianza pública. Se degrada la credibilidad del Estado como garante de seguridad y resurgen los discursos de“autodefensa”.
c) Incoherencia discursiva:Mientras se predica eficiencia y transparencia, se eliminan los mecanismos de verificación efectiva. La transparencia se convierte en relato y el control, en simulacro.
Problemas estratégicos de política pública
a) Fragmentación del sistema de control:Se separan los objetivos de control (RENAR), seguridad (Ministerio de Seguridad) y persecución penal (Ministerio Público Fiscal). La pérdida de integralidad crea vacíos de responsabilidad institucional.
b) Ausencia de evaluación de impacto:No existen estudios técnicos ni proyecciones sobre usuarios potenciales, capacidad de supervisión o riesgo de desvío. El decreto y la resolución carecen de diagnóstico empírico, lo que convierte la política criminal en improvisación.
c) Riesgo de incompatibilidad internacional:Como Estado Parte de la CIFTA y del Tratado sobre Comercio de Armas (ONU, 2014), la Argentina podría ser observada por la relajación de sus estándares de control. Ello afectaría la cooperación internacional en investigaciones transnacionales y la credibilidad del país en foros multilaterales.
7. Aspectos complementarios y consideraciones finales
a) Cuestión competencial y validez formal:El decreto introduce una anomalía institucional apenas perceptible: la referencia alentonces ANMaC (Agencia Nacional de Materiales Controlados) – hoy RENAR (Registro Nacional de Armas) supone un retorno nominal no acompañado de una ley formal que restablezca su estructura jurídica original. La transformación fue dispuesta mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU 445/2025). Si bien el Congreso no lo rechazó expresamente en los términos del art. 99, inc. 3°, de la Constitución Nacional, el actual RENAR continúa ejerciendo las mismas funciones que desempeñaba la disuelta ANMaC, pese a que el decreto ordenó su “readecuación” y no una mera sustitución nominal.
Así, cabe advertir que la ANMaC poseía facultades sancionatorias que ahora se trasladan al RENAR. Tales atribuciones, por su naturaleza jurídica, ya sea de carácter administrativo o por su eventual contenido penal, exigen una determinación legal expresa del Congreso conforme al principio de legalidad consagrado en el art. 18 de la Constitución Nacional. Y, en el supuesto de que las disposiciones se consideren de índole penal, el Poder Ejecutivo carece de competencia para regularlas mediante DNU (art. 99, inc. 3°, segundo párrafo, CN). Todo ello genera un interrogante relevante sobre la validez formal de los actos emanados de un organismo que recupera su denominación anterior sin mediar una modificación legislativa sustantiva.
b) Inversión del principio de control y debilidad estructural:La medida consolida una inversión del principio de controlya que la excepción se convierte en regla. Lo que antes requería una justificación fundada del Estado ahora se presume habilitado, y el control efectivo, salvo disposición discrecional del organismo, se reduce a declaraciones juradas, fotografías o vídeos enviados por los propios usuarios.
c) Desproporción económica y simbólica:El régimen de tasas y aranceles refleja una distorsión simbólica profunda. Obtener una autorización para un arma semiautomática resulta más rápido, sencillo y barato que renovar un DNI o tramitar un pasaporte.
d) Ausencia de evaluación de riesgo e idoneidad conductual:La reforma omite toda referencia a parámetros de idoneidad personal.No prevé exclusiones por antecedentes de violencia de género, consumo problemático, causas penales pendientes ni restricciones judiciales vigentes.
e) Ambigüedad sobre la finalidad deportiva:La resolución asimila la finalidad deportiva al simple aval de un club de tiro, sin exigir que el arma permanezca registrada o limitada al uso dentro de instalaciones habilitadas.
f) Riesgo de blanqueo técnico de material de guerra:La posibilidad de regularizar armas“preexistentes” mediante acreditación documental o manifestación de buena fe puede convertirse en un mecanismo de blanqueo técnico de material de procedencia militar o policial.
g) Problema del lenguaje normativo:El empleo sistemático de expresiones indicativas–”se valorará”, “se procurará”, “se considerará”–, en lugar de verbos imperativos, reduce la fuerza vinculante de la norma y convierte los mandatos en sugerencias.
h) Posible argumento justificante y su refutación:Podría sostenerse que el decretopresidencial y la consecuente resolución del RENAR, intentan regularizar una situación preexistente y transparentar su trazabilidad. Pero este argumento pierde sustancia si no se fortalece el control material y la supervisión posterior.
i) Impacto sobre la política de desarme y compromisos internacionales:El decreto se aparta de la orientación política y ética de la Ley 26.216 y de los compromisos asumidos por la Argentina ante la CIFTA (OEA),la UNODC (ONU) y el GAFI.
j) Conclusión crítica:El nuevo régimen, más que corregir disfuncionalidades, las normaliza. Deslegaliza el control, desprofesionaliza la fiscalización y desdibuja las fronteras entre la legalidad y la tolerancia.
k) Posible contrapeso a la lectura:Desde la lógica institucional, podría alegarse que la flexibilización intenta ordenar, de algún modo y de una vez por todasun fenómeno ya existente. El problema es que estos objetivos se contradicen con los medios elegidos. Sin verificación material ni control posterior, el efecto es el inverso.
l) Sobre el argumento de los Legítimos Usuarios:Suele afirmarse que el Estado impone trabas a quienes cumplen con todos los requisitos legales, que los legítimos usuarios son ciudadanos responsables y que tienen derecho a defenderse frente a la inseguridad, a proteger su vivienda, sus bienes y su familia ante la supuesta ausencia estatal. Ese discurso descansa en una falacia empírica y otra jurídica.
La falacia empírica consiste en asumir que la responsabilidad individual puede sustituir el control público. Los delitos cometidos con armas legalmente registradas –en contextos familiares, accidentes, femicidios o conflictos vecinales– desmienten la premisa de que el usuario regular es por definición seguro. La regulación no se diseña para los responsables, sino para evitar que los irresponsables accedan.
La falacia jurídica es aún más profunda. El derecho a la defensa personal no implica un derecho a la posesión irrestricta de armas de fuego. La seguridad pública no es un bien divisible ni delegable. El Estado tiene la obligación de prevenir la violencia, no de transferir al ciudadano el peso de enfrentarla. La defensa legítima, prevista en el Código Penal, es un eximente a posteriori, no una licencia a priori para armarse. Pretender lo contrario equivale a reescribir el contrato social en clave de autodefensa.
El argumento de la “ausencia estatal” también falla en su lógica ya que la debilidad del Estado no se corrige debilitándolo más. Si el problema es la falta de prevención policial o judicial, la respuesta es fortalecer la institucionalidad, no reemplazarla por una sociedad civil armada. Las armas en manos de particulares no compensan la ineficiencia estatal: la multiplican.
En síntesis, el discurso de los legítimos usuarios como ciudadanos ejemplares puede tener resonancia moral y emocional, pero no legitimidad normativa. El control estatal no se dirige contra ellos, sino a favor del conjunto social. La confianza en el individuo responsable no puede ser el fundamento de una política pública, porque la ley no regula virtudes, sino riesgos.
En síntesis, el Decreto 397/2025 y la Resolución RENAR 37/2025 no modernizan el sistema de control: lo desmantelan. Bajo la retórica de la eficiencia, institucionalizan la opacidad y trasladan al ciudadano una carga que solo el Estado puede –y debe– asumir.
Por Gabriel González Da Silva, para www.dccprocesalpenal.com.ar (todos los derechos de autor reservados)
Fotografía de portada que ilustra ejemplos de las armas ahora permitidas: Lic. Carolina Nicosia (IG: @criminalistica_balistica).

