Derecho Constitucional y Convencional Procesal Penal
Derecho Constitucional y Convencional Procesal Penal

21 de marzo de 2025

¿Qué sucedería si el caso de la miniserie “Adolescencia” de Netflix hubiera ocurrido en Argentina?
Nada. Podría terminar esta columna aquí mismo. Porque esa es la respuesta que se desprende de la normativa vigente sobre el régimen de imputabilidad en el país. Prácticamente no habría existido un proceso penal más allá de una investigación destinada únicamente a determinar las causas de la muerte de la víctima y la posible intervención de terceros penalmente imputables. En cuanto al menor, habría sido sobreseído por su edad al momento de cometer el hecho. Y de allí a seguir su vida “normal”.

Para que se entienda de qué trata la serie y procurando spoilearla lo menos posible, la trama gira en torno a un adolescente de 13 años acusado de la muerte violenta de una compañera de escuela. No obstante, la historia se desarrolla en varios planos: aborda las repercusiones del crimen en su círculo familiar más íntimo; la manera en que los padres de hoy se relacionan con sus hijos adolescentes, cuánto saben sobre lo que hacen y piensan, y si pueden o no intervenir en sus comportamientos; la incertidumbre sobre sus actividades fuera del hogar; las consecuencias no deseadas de la proliferación de las redes sociales; el bullying entre pares; la violencia de género; y, finalmente, la actuación de la justicia y de los servicios de asistencia social en el Reino Unido ante este tipo de hechos. 

En Argentina, el Régimen Penal de la Minoridad, establecido por la ley 22.278 en 1980 bajo la dictadura de Jorge Rafael Videla, si bien fue modificado parcialmente en democracia, no alteró en lo más mínimo la edad a partir de la cual una persona puede ser considerada penalmente responsable: 16 años, y solo en casos de delitos graves. En los demás, a partir de los 18. 

Vaya paradoja: al final, Videla terminó siendo funcional a quienes hoy se oponen férreamente a reducir esa franja etaria, y que, obviamente, no son punitivistas. 

Lo cierto es que los menores de 16 años que cometen un hecho tipificado como delito en el Código Penal prácticamente no sufren consecuencias. Aunque administrativamente puedan disponerse medidas de control y seguimiento, en la práctica estas resultan inexistentes. Esa persona continuará su vida sin recibir sanción alguna ni tampoco una intervención estatal que, al menos, prevenga la repetición de un hecho similar. 

Esta miniserie de Netflix aparece en un momento de convulsión en el país. Por un lado, el caso de una niña que habría sido arrastrada quince cuadras por menores de edad que sustrajeron un automóvil en el que ella se encontraba, reavivó el viejo debate sobre la reducción de la edad de inimputabilidad en adolescentes. No en niños y niñas. Que no nos sigan confundiendo. Porque, según el propio Código Civil y Comercial de la Nación, se es adolescente a partir de los 13 años (art. 25). 

Aquí encontramos la primera coincidencia entre la realidad y el caso de la serie: en ambos, los padres de los imputados pertenecen a una clase trabajadora que, con los recursos personales, de cuidado y educación que tuvieron a su alcance, creyeron “haber hecho las cosas bien”. Ahora, se enfrentan a un hijo que, sin tapujos, terminó siendo algo muy distinto a lo que esperaban. Un hijo que les genera culpa por sentir que fallaron en su crianza; dolor, porque, pese a la monstruosidad de los hechos cometidos, sigue siendo su hijo; y vergüenza frente a la comunidad y sí mismos. Ellos obraron con dignidad y decencia, y sus hijos terminaron delinquiendo, poniendo en crisis su autopercepción e incendiándolos ante la sociedad en su conjunto. 

La segunda coincidencia que nos interpela en Argentina tiene que ver con el exponencial aumento de la violencia social, que no se limita a lo físico, sino también a lo verbal, a lo que se difunde en redes sociales y a lo simbólico. Y lo que es peor: se manifiesta en todos los sectores posibles. No distingue clases sociales, niveles educativos, grupos etarios ni ideologías, e incluso proviene de cualquier ámbito de la sociedad, incluyendo a todo el arco político que actúa en nombre del Estado. 

Reducir la edad de imputabilidad no implica simplemente modificar un número —bajarlo de 16 a 13 o 14 años—, sino que requiere que el legislador defina un nuevo marco para el concepto de inimputabilidad según la legislación argentina. Esto supone establecer una presunción iure et de iure (es decir, absoluta, que no admite prueba en contrario) de que una persona de esa edad pudo comprender la criminalidad de sus actos y dirigir sus acciones. En otras palabras, que un adolescente sepa que una conducta está castigada como delito en el Código Penal y, aun así, decida libremente llevarla a cabo, sin que su falta de desarrollo psíquico o cognitivo afecte su capacidad para entender las consecuencias de sus actos, incluida la posibilidad de recibir una pena. 

Este principio deriva de un fundamento constitucional: el principio de culpabilidad, que impide sancionar a quien no pudo entender este complejo mecanismo de determinación. 

Si bien el contexto de la serie es muy distinto al argentino, la trama deja en evidencia que esta misma cuestión es la que se intenta dilucidar respecto del menor involucrado. En uno de los capítulos más impactantes, el acusado tiene una entrevista con una psicóloga —propuesta incluso por su defensa—, cuyo objetivo es determinar su capacidad para comprender la criminalidad de sus actos. Lo que ocurre en esa habitación deja abierta la duda sobre si el menor, pese a tener edad para ser punible según la legislación de su país, padecía algún trastorno psicológico que lo colocara en otro supuesto de inimputabilidad, distinto de la edad. En la legislación argentina, esto está contemplado en el artículo 34, inciso 1° del Código Penal, que establece que no será punible quien, al momento del hecho, “ya sea por insuficiencia de sus facultades, por alteraciones morbosas de las mismas o por su estado de inconsciencia (…), no haya podido comprender la criminalidad del acto o dirigir sus acciones”. 

Fuera de estos casos, aquí hubiese sido poco relevante determinar el móvil del crimen o encontrar el arma homicida. La víctima murió por el accionar de un tercero, y eso es lo que importa. Además, las heridas fueron cortopunzantes: no es necesario hallar el cuchillo para confirmar el hecho, del mismo modo que tampoco sería imprescindible encontrar el revólver si hubiera sido asesinada a balazos. En este último supuesto, el resultado de la acción hubiese sido suficiente para agravar la calificación del delito por haberse empleado un arma de fuego, como establece el artículo 41 bis del Código Penal. 

La serie también ilustra, en caso de coincidir con la realidad, la diferencia de trato entre ambos países que recibe un menor de edad imputado en comparación con un adulto, e incluso la precariedad de recursos y de personal capacitado que en ambos casos se verifica en el país. Pese a un allanamiento sumamente violento para su detención —con un despliegue policial desproporcionado, aunque justificado en la gravedad del hecho—, el joven es puesto inmediatamente a disposición de un protocolo altamente organizado. En este proceso intervienen múltiples actores, desde fuerzas policiales hasta asistentes sociales y defensores públicos, quienes actúan con paciencia e incluso con compasión, aun cuando ya tenían serias sospechas de que el menor era el autor del crimen. Todo esto ocurre en instalaciones que reflejan estándares propios del primer mundo, algo impensado en los decadentes establecimientos penitenciarios y de alojamiento de menores en Argentina. 

Otro aspecto llamativo es el interrogatorio policial. En Argentina, esta práctica está prohibida, pero en la serie el menor es sometido a uno con la presencia de un defensor, quien brinda asesoramiento sin haber tenido acceso previo a la imputación ni a las pruebas en su contra. En este punto, la diferencia jugaría a favor de nuestro sistema: no es posible ejercer una defensa efectiva sin conocer previamente los cargos y las pruebas, lo que permite diseñar con tiempo una estrategia jurídica. 

Finalmente, el joven es alojado en un centro que, si bien es cuestionado en la ficción debido a la presencia de personas con aparentes problemas psiquiátricos, se percibe como impoluto en comparación con los institutos de menores de nuestro país. 

A nivel procesal penal, la edad de imputabilidad también es un factor determinante, algo que queda reflejado en múltiples momentos de la trama. Porque quien no comprende qué es un delito difícilmente podrá entender sus derechos y garantías constitucionales en un caso penal. 

En la serie, se observa reiteradamente cómo se vela por hacerle saber al adolescente sus derechos, tratándolo de la misma manera que a un adulto. Esto me llevó a reflexionar sobre si, a esa edad, realmente se pueden comprender cuestiones sumamente complejas para cualquier persona, como: el derecho a negarse a declarar (con las consecuencias que ello implica en el sistema anglosajón, especialmente si decide hablar y lo hace falsamente); la posibilidad de elegir quién lo acompañe en el proceso, ya sea un familiar cercano o un asistente social; el derecho a contar o no con un abogado en el primer interrogatorio y a optar entre un defensor de su confianza o el oficial designado. En definitiva, una serie de decisiones que, a mi modo de ver, son aún más complejas que el mero conocimiento de si se está cometiendo un delito o no. 

En la revisión que a nivel local se está proponiendo sobre estas cuestiones, pareciera que se pasan por alto estos “pequeños grandes detalles”, que sin duda inciden en el desarrollo del proceso y en su resultado, así como en el destino que le esperará a la persona condenada. Pero también se evidencia una fuerte dosis de hipocresía por parte de quienes se rasgan las vestiduras frente a esta problemática, como si fuera admisible que no se haga absolutamente nada y que el involucrado continúe con su vida como si nada hubiese ocurrido. 

¿Es procedente la aplicación de una pena? Desde mi perspectiva, sí, siempre que se establezca un piso de edad lógico a partir del cual pueda debatirse o probarse si el adolescente comprendió lo que hacía y sus consecuencias. Se argumenta que la pena tiene como fin la readaptación y la reinserción social, un objetivo que, incluso en el Reino Unido, ha mostrado falencias. Sin embargo, ese es otro debate. Porque, desde mi concepción, la pena puede tener fines indirectos, pero en esencia —nos guste o no— su función principal no es otra que la de castigo, dentro de los límites que impone un Estado constitucional de derecho, por el daño causado. 

Se suele alegar que, si estos menores son privados de su libertad, salen en peores condiciones de las que ingresaron. Entonces, la respuesta es no hacer nada; permitir que continúen con sus ya tormentosas vidas sin ningún tipo de intervención. En lugar de eso, debería diseñarse un plan multidisciplinario de Política criminal que garantice su alojamiento en condiciones dignas, su educación y su efectiva resocialización. 

En este punto, entran en juego otros factores que no solo deben considerar al menor involucrado como autor del hecho, sino también la respuesta del Estado frente a la víctima y a la sociedad. El efecto de anomia e impunidad que se genera cuando el Estado no declara legalmente la responsabilidad de una persona en la comisión de un delito grave no puede ser ignorado. Más aún cuando ni los instrumentos internacionales, ni la jurisprudencia de los tribunales regionales, ni las leyes de protección a las víctimas permiten que esto ocurra. 

Estos mismos tratados, a lo largo de las últimas cuatro décadas, han reconocido a niñas, niños y adolescentes como sujetos de derecho. Eso es lo que son. Se les ha otorgado múltiples potestades, muchas de ellas inverificables en la práctica, lo que genera una dicotomía: por un lado, se les permite tomar decisiones sobre cuestiones complejas, pero por otro, se considera que no están capacitados para comprender qué es un delito.  

Para ilustrar esto, tomemos un ejemplo sencillo del Derecho Penal: según la ley, una adolescente de 13 años puede consentir una relación sexual, incluso con acceso carnal, no solo con pares, sino también con adultos. Sin embargo, el imaginario popular —basado en el sentido común— entiende que esto no es así. Como dice la canción de “Los Auténticos Decadentes”: si un mayor mantiene una relación con una persona de entre 13 y 18 años, “búscate un abogado y empezá a rezar, que vas a ir preso porque es menor de edad”.  

La realidad es que el Código Penal contempla un delito que reemplazó al antiguo «estupro», aunque con una regulación que hace extremadamente difícil su aplicación. Se trata del “abuso sexual con aprovechamiento de la inmadurez sexual de la víctima” (artículo 120 del Código Penal), que castiga con una pena baja a quien accede carnalmente o realiza actos sexuales gravemente ultrajantes con una persona mayor de 13 y menor de 16 años, siempre que haya aprovechamiento de su inmadurez sexual debido a la mayoría de edad del autor, una relación de preeminencia o alguna circunstancia equivalente. Puesto en términos más sencillos: Hasta los 13 años, el consentimiento de la víctima es irrelevante porque, para el legislador, no puede brindarlo. Entre los 13 y los 16 años, la acción solo será punible si se demuestra que el autor, mayor de edad, empleó algún tipo de engaño para acceder a la víctima, y que esta era inmadura sexualmente. Cabe aclarar que este concepto no es equiparable a la madurez biológica, psicológica o física. Y, entre los 16 y los 18 años, la relación con un mayor no es punible.  

Desde mi perspectiva esto es un horror, pero así lo entendió viable el legislador que, en el propio debate parlamentario de la ley señaló que estas “parejas” disparejas, suelen verificarse en las provincias. 

La conclusión es evidente: si para el Estado una persona de 13 años puede consentir un acto tan complejo como mantener relaciones sexuales con un adulto, ¿por qué motivo no podría entender qué es un delito y cuáles son sus consecuencias? Pongámonos entonces, de acuerdo: comprenden ya aceptan actos complejos o no. Más aún en esta era de hiperacceso a la información. Lo más preocupante es que, frente a decisiones que han restringido la capacidad del Estado para actuar, se han promulgado normas como la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes y la Ley 26.657 de Derecho a la Protección de la Salud Mental, que prácticamente han dejado al Ministerio Público, a la justicia y a los propios familiares “atados de pies y manos”. En la práctica, estas normativas dificultan la posibilidad de intervención incluso cuando una persona, aunque suene anacrónico, sea “peligrosa para sí o para terceros”. Si no, que les pregunten a las integrantes del “Movimiento Madres en Lucha contra el Paco”. O a los propios familiares de uno de los menores que arrastró y mató a la niña, quienes declararon públicamente que “no sabían qué más hacer con su hijo”, que padecía una grave adicción a las drogas y que, según ellos, lo llevaba a delinquir para sostener su consumo. 

Tengo para mí que lo que realmente nos ha interpelado en la obra maestra Adolescencia va más allá de la desgarradora historia actual que relata. Que, además, inicialmente nos hace creer que la trama central será sobre un asesinato, pero que, de apoco, nos va sumergiendo en múltiples problemáticas, entre ellas, la poco explotada situación del entorno de un victimario, cuando se trata de gente honrada y deben soportar indirectamente las consecuencias de su quehacer. Allí puede encontrarse la riqueza del guion y humildemente pienso que se equivocan quienes esperan giros inesperados, secretos no revelados o finales felices. La trama es el simple devenir de los protagonistas, que ya es lo suficiente dramática como lo suele ser las vivencias de quienes atraviesan un episodio similar. No hay héroes, no hay soluciones mágicas y no se sabe bien quién es el villano o por qué lo es.  

No se trata solo de las extraordinarias actuaciones de su elenco —especialmente del padre (Stephen Graham) y el hijo (Owen Cooper)—, ni de los planos secuencia, el movimiento de las cámaras o los silencios que logran transmitir el dolor de los personajes. No es suficiente para desbaratarnos con el “gancho al hígado” que nos tiran en la conclusión uno de los capítulos con el cover de Sting “Fragile”, himno emblemático que refleja la fragilidad humana frente a la violencia, interpretado por un coro de adolescentes. Tampoco la cuestión se reduce a la incomodidad y la angustia que genera en el espectador, quien, en más de una secuencia, pide a gritos que la psicóloga salga corriendo de aquella habitación donde entrevista al niño, o que no puede evitar conmoverse con el llanto final del padre cuando, finalmente, acepta la verdad. 

Lo que verdaderamente nos impacta es que nos sitúa en un plano de igualdad con las problemáticas que allí se desarrollan. Ya sea desde la posición de la víctima —en un caso de manual de femicidio y de una de las tantas formas de violencia de género, como la violencia digital o telemática por divulgación no consentida de imágenes íntimas (Ley Olimpia, nº 27.736)—, que a su vez presentaba un costado oscuro y probablemente poco conocido de hostigamiento hacia sus pares varones, o desde la perspectiva del victimario, el hecho no resulta inverosímil: podría sucedernos a cualquiera. 

Ya no se trata del estereotipo del pibe chorro de una zona marginal, abandonado por sus padres y con consumo problemático de drogas que sale a matar sin contemplaciones, cosa que percibimos que difícilmente nos suceda. Que, párrafo aparte, aunque cuente con un entorno que se preocupe por él; se percate de lo que está haciendo y quiera tenderle una mano, difícilmente puedan dispensarle un tratamiento psicológico porque lo poco que se gana apenas alcanza para subsistir, Y el Estado, obviamente ausente. 

Aquí nos han representado una familia de clase media, trabajadora y sacrificada que procuró superar lo que consideraban malo de su propia crianza y estaba convencida de haberle dado a su hijo una buena educación y recursos para que fuese feliz, pero que, sin darse cuenta, no logró comprenderlo ni contenerlo. 

Ignoraron por completo cómo debían actuar en una sociedad que hoy se rige por otros códigos, otro lenguaje, otros intereses y una realidad virtual derivada del uso indiscriminado de las redes sociales, que influye profundamente en la realidad tangible, ya que, como el propio Graham ha sostenido al ser entrevistado sobre la serie, “educa y paterna como nosotros”, generando efectos difíciles de controlar y aún más arduos de modificar. 

Por Gabriel González Da Silva

 

Citar: elDial DC3593
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