Hoy comparto una columna de opinión titulada “Flexibilización sin regulación. ¿Argentina, nuevo eslabón débil en el tráfico internacional de armas?”, publicada en el primer volumen de la remozada revista de la Asociación Pensamiento Penal, a propósito de dos recientes decretos del Poder Ejecutivo que, a mi juicio, no sólo flexibilizan, sino que directamente desarticulan los controles sobre estos materiales. Justamente en un contexto en el que, desde diversos sectores empapados en la problemática, venimos señalando la imperiosa necesidad de reforzarlos, no de diluirlos.
Allí examino el alcance de los Decretos nº 397/2025 y nº 409/2025, ambos dictados este año, que introducen modificaciones sustanciales al régimen de armas vigente en la Argentina.
El Decreto 397/2025 modifica el Decreto 64/95 y flexibiliza el acceso de legítimos usuarios a armas semiautomáticas “símil fusiles, carabinas o subametralladoras de asalto”, anteriormente prohibidas para civiles. Si bien se establece un régimen de autorización especial a cargo de la ANMaC, la norma contradice parcialmente sus propios considerandos, ya que no prevé mecanismo alguno para regularizar las situaciones sucesorias que invoca como justificación. Se trata de armas con alta capacidad de fuego, cargadores desmontables y características técnicas diseñadas originalmente para contextos militares o policiales.
Por su parte, el Decreto 409/2025 establece un régimen diferenciado para las fuerzas de seguridad, policiales y penitenciarias, transfiriendo a cada institución la facultad de autorizar a su personal la tenencia y portación de armas particulares. Esta atribución deja de ser competencia exclusiva de la ANMaC, aunque su otorgamiento debe ser posteriormente informado. Además, se elimina el vencimiento automático de las credenciales de legítimo usuario para estos agentes: a partir de ahora, sólo caducarán mediante resolución de la ANMaC dictada a pedido fundado de la propia fuerza. En definitiva, se trata de una descentralización del control, que habilita a cada fuerza a operar bajo sus propios criterios, con escasa –o nula– fiscalización civil.
Ambas normas promueven una flexibilización normativa sin reformas legales de fondo, desplazando competencias de control y facilitando el acceso a armamento de mayor peligrosidad, bajo una lógica de desregulación administrativa.
Sin embargo, entre las medidas adoptadas en esta materia, tal vez la más elocuente –por no decir la más abrupta– sea la dictada en el día de ayer (B.O. 1/7/2005), que, por su carácter absolutamente sorpresivo, no forma parte del comentario original: el Decreto 445/2025. Mediante este instrumento se dispuso la “transformación” (eufemismo “de manual” para encubrir su disolución lisa y llana) de la Agencia Nacional de Materiales Controlados (ANMaC), organismo descentralizado del Ministerio de Seguridad de la Nación creado por la Ley nº 27.192, que ahora será sustituido por el otrora extinto Registro Nacional de Armas (RENAR), en carácter de ente desconcentrado.
En otras palabras, se reemplaza una autoridad con autonomía operativa y técnica por una dependencia que vuelve a quedar bajo la órbita directa del Poder Ejecutivo. Y como si esto fuera poco, más allá de que se aclara que buena parte de sus competencias se mantendrán –lo cual, en rigor, no ocurre–, se desfinancia en los hechos a la política estatal de prevención del tráfico y demás hechos ilícitos vinculados con armas de fuego, al quedar sujeta a los recursos (remanentes) de ese ministerio.
Un retroceso institucional, por donde se lo mire.
Por lo tanto, mi análisis originalmente publicado ya ha quedado desactualizado. Y no porque la realidad corra más rápido que la reflexión, sino porque la normativa parece empecinada en tropezar con la misma piedra. Las medidas en curso revelan una tendencia clara: la flexibilización sostenida del régimen jurídico aplicable a las armas de fuego, sus usuarios y su fiscalización.
El Decreto nº 455/2025, dictado en uso de las atribuciones otorgadas por la Ley nº 27.742, conocida como “Ley de Bases”, introduce modificaciones a la Ley nº 27.192, por la cual se creó la Agencia Nacional de Materiales Controlados (ANMaC).
La primera gran modificación que introduce el decreto es la transformación de la ANMaC nuevamente en el Registro Nacional de Armas (RENAR).
El otrora organismo de control era un ente descentralizado –originalmente en el ámbito del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación y luego en el del Ministerio de Seguridad–, con autarquía económico-financiera, personería jurídica propia y capacidad de actuación en el ámbito del derecho público y privado. El nuevo RENAR, por el contrario, pasa a ser un organismo desconcentrado, manteniendo su integración en el Ministerio de Seguridad Nacional.
El artículo segundo, si bien conserva la misión formal que tenía la ANMaC, remueve expresamente del RENAR todas aquellas funciones que se le asignaban por la ley. Esta modificación se articula con el esquema de derogaciones previstas por el propio Decreto nº 455/2025, todas ellas supeditadas a la entrada en vigencia de la estructura organizativa del Ministerio de Seguridad en la que se incluya la unidad Registro Nacional de Armas (conf. arts. 6 y 10).
Las derogaciones –cuya entrada en vigencia ha sido aplazada a un momento incierto– alcanzan los artículos 3° al 6°, 9°, y 11 al 17 de la Ley 27.192.
El artículo 3°, norma de marcada perspectiva federal, otorgaba competencia a la ANMaC para constituir delegaciones en todo el territorio nacional. Su derogación parece responder a la lógica de recentralización: al perder la ANMaC su personería jurídica y transformarse en un organismo desconcentrado, se concentran estas facultades en el Ministerio de Seguridad Nacional.
En esa misma línea se inscriben las derogaciones relativas a la eliminación de la figura del Director Ejecutivo y sus funciones específicas (arts. 12 y 13), así como de los artículos 9° y 11, que regulaban los recursos operativos y el patrimonio del organismo extinto.
Restará esperar la emisión de futuras normas que definan la presencia territorial del RENAR, la titularidad del organismo y las funciones efectivamente asignadas.
Otra derogación relevante introducida por el decreto afecta al artículo 4° de la Ley 27.192, el cual enumeraba los objetivos institucionales de la ANMaC. Estos eran:
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El desarrollo de políticas de registración, control y fiscalización sobre los materiales, los actos y las personas físicas y jurídicas, conforme a las leyes 12.709, 20.429, 24.492, 25.938, 26.216, sus complementarias y modificatorias.
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El desarrollo de políticas tendientes a reducir el circulante de armas en la sociedad civil y prevenir los efectos de la violencia armada, contemplando la realización de campañas de comunicación pública.
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El desarrollo de políticas tendientes a que, con la mayor celeridad posible, se proceda a la destrucción de los materiales controlados que sean entregados, secuestrados, incautados o decomisados en el marco de las leyes 20.429, 25.938 y 26.216.
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El desarrollo de acciones positivas que propendan a la disminución de la violencia con armas de fuego, en coordinación con otros organismos competentes en su prevención.
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La colaboración en la investigación y persecución penal de los delitos relativos a las armas de fuego, municiones y explosivos, asistiendo el trabajo de los organismos jurisdiccionalmente competentes.
El artículo 6°, también derogado, ponía en cabeza del organismo la formulación, implementación, evaluación y coordinación de acciones dirigidas al cumplimiento de los objetivos señalados en el artículo 4°.
El Decreto n.º 455/2025 no establece nuevos objetivos para el RENAR, por lo que, hasta tanto se dicte la norma que regule la estructura del Ministerio de Seguridad, los fines institucionales del nuevo organismo permanecen indefinidos, generando una notoria incertidumbre acerca de cuáles serán efectivamente sus propósitos. Esta falta de definición resulta aún más preocupante si se considera que, de los considerandos del decreto, sólo surgen referencias genéricas al cambio en la naturaleza jurídica del organismo –de descentralizado a desconcentrado– sin explicación alguna respecto de las motivaciones que justifican la supresión del andamiaje normativo previo.
De manera similar, el decreto deroga también el artículo 5° de la ley, que enumeraba en detalle las funciones y atribuciones del organismo de control. Si bien no se reproducen aquí por su extensión, dichas funciones pueden agruparse en tres grandes bloques:
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Registro, autorización, control y fiscalización de materiales controlados a lo largo de toda su vida útil –desde su fabricación hasta su destrucción–, incluyendo mecanismos de publicidad de los actos administrativos, estadísticas oficiales y sistemas de monitoreo técnico e institucional.
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Capacitación, investigación, concientización y sensibilización vinculadas al desarme y al control de la proliferación de armas de fuego en la sociedad, con especial atención a la promoción de la cultura de la no violencia, la resolución pacífica de los conflictos y la prevención de la violencia de género.
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Implementación de políticas de intercambio de información normativa, procedimental y de buenas prácticas con organismos extranjeros e internacionales, en el marco de la cooperación internacional, así como la evaluación de la efectividad normativa y la formulación de propuestas de mejora ante los órganos competentes.
Tal como sucede con los objetivos, el decreto no define cuáles serán las funciones y atribuciones del nuevo organismo desconcentrado. Tampoco en los considerandos se explicita fundamento alguno que justifique la derogación de este núcleo funcional, lo que refuerza la opacidad del rediseño institucional que se propone.
Por último, el Decreto n.º 455/2025 deroga los artículos 14 a 17 de la Ley n.º 27.192, que integraban el Capítulo V, titulado “Del Fondo Nacional de Promoción de las Políticas de Prevención de la Violencia Armada”. Como su nombre lo indica, dicho fondo tenía –o tenía– por finalidad la asignación de recursos financieros destinados a programas de acción, capacitación e investigación, todos ellos orientados a la reducción del uso y proliferación de armas de fuego, la prevención de accidentes y hechos violentos vinculados a su tenencia, y la promoción de una cultura de resolución pacífica de los conflictos.
En concreto, el fondo estaba previsto para financiar:
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Programas tendientes a la disminución del uso y proliferación de armas de fuego, reducción de accidentes y hechos de violencia ocasionados por su acceso y uso, campañas de sensibilización sobre sus riesgos y promoción de la resolución pacífica de conflictos.
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Capacitaciones dirigidas a instituciones educativas en todos sus niveles (inicial, primario, secundario, terciario, universitario, públicos y privados), organismos estatales de todos los niveles, y organizaciones de la sociedad civil, con el objetivo de prevenir la violencia armada y promover una cultura de paz.
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Programas de investigación sobre el mercado de armas, el uso de armas de fuego y sus consecuencias, entre otros aspectos relevantes para el diseño de políticas estratégicas.
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Actividades organizativas del Consejo Consultivo de las Políticas de Control de Armas de Fuego, creado por la Ley 26.216.
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Requerimientos operativos de la Agencia Nacional de Materiales Controlados, destinados a la ejecución de políticas de prevención de la violencia armada.
De los considerandos del decreto presidencial surge que la eliminación del Fondo se justifica en la intención de que el financiamiento de las políticas públicas en esta materia sea afrontado con los recursos asignados al Ministerio de Seguridad.
Hasta su derogación, el fondo se nutría del 20% de las partidas presupuestarias con afectación específica asignadas por la ley de presupuesto, derivadas de tasas, aranceles, contribuciones, multas y otros ingresos administrativos generados por la actividad del organismo. También podía recibir recursos de donaciones, legados, subsidios o premios que tuvieran ese destino específico, así como de otros aportes dispuestos por el Estado nacional. En ningún caso estos recursos podían destinarse a fines ajenos a los previstos por la ley.
Se trataba, sin dudas, de una cifra millonaria, cuyo destino final ahora queda en la más absoluta indefinición. Aunque vale aclararlo: la transparencia sobre su utilización tampoco fue precisamente ejemplar durante su vigencia. Con ese caudal económico, bien podrían haberse equipado y profesionalizado las fuerzas de seguridad con personal especializado, tecnología adecuada, y recursos materiales que permitieran una persecución más eficaz del armamento ilegal. Aun así, cabe pensar que incluso bajo una administración más eficiente, el fondo resultaba insuficiente para atender la multiplicidad de problemáticas que plantea el universo de las armas en la Argentina.
Ahora, ya no hay más “Fondo”. Todo dependerá de las partidas presupuestarias generales del Ministerio.
Y sobre el destino de los recursos recaudados por el reaparecido RENAR en el ejercicio de su actividad, el decreto no dice absolutamente nada.
Este rumbo contrasta abiertamente con los compromisos internacionales asumidos por la República Argentina, entre ellos, la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (Nueva York, 2000) y su Protocolo contra la fabricación y el tráfico ilícitos de armas de fuego, sus piezas, componentes y municiones (Nueva York, 2001), ambos instrumentos ratificados por nuestro país hace más de dos décadas y cuyas exigencias normativas jamás fueron cumplidas por ninguno de los gobiernos –de distinto signo político– que se sucedieron en ese período.
Ahora, incluso peor: se actúa en sentido contrario a lo que tales tratados obligan a hacer.
A veinte años de la firma del Protocolo, Argentina sigue sin tipificar el delito de tráfico ilícito de armas, a pesar de haberse obligado internacionalmente a hacerlo. No conforme con ello, continúa vigente la Ley Nacional de Armas y Explosivos n.º 20.429, sancionada el 17 de mayo de 1973 y promulgada el 28 de mayo de ese mismo año, durante el gobierno de facto del teniente general Alejandro Agustín Lanusse. Se trata de una norma disonante en lo constitucional en más de un sentido, que arrastra no sólo una técnica legislativa vetusta, sino una lógica securitaria propia de regímenes autoritarios, basada en un contexto de enfrentamientos armados internos, propio de la década del ’70, y que nada tiene que ver con los desafíos actuales de política criminal, ni con los que eventualmente podrían emerger.
Como si ello no bastara, esta ley sigue siendo aplicada conforme a su reglamentación original, contenida en el Decreto n.º 395/75, dictado el 20 de febrero de 1975, bajo la presidencia de María Estela Martínez de Perón, con la firma del entonces ministro del Interior, Ángel Federico Robledo. Es decir, un régimen normativo en materia de armas diseñado antes del último golpe de Estado, que no ha sido objeto de revisión estructural ni siquiera en estos 40 años de democracia ininterrumpida.
En un país que debate –a veces con histeria– la reforma de todo el bagaje normativo, la multiplicación del gasto estatal o la modernización institucional, llama la atención que el control de armas siga rigiéndose por un plexo normativo redactado con máquinas de escribir Olivetti y pensado bajo una concepción verticalista del poder, orientado a enfrentar una lógica de insurgencia política interna, pero no a combatir las organizaciones criminales transnacionales, los focos de terrorismo eventual, o la violencia marginal armada con material ilícito que hoy amenaza con institucionalizarse.
Y lo más paradójico es que ya existe una alternativa técnicamente elaborada y disponible. Me refiero al Proyecto de Reforma Integral de la Ley de Armas de Fuego y Materiales Controlados (Expediente 5363-D-2024), ingresado en la Cámara de Diputados en 2024, redactado a partir del Anteproyecto de Ley de Armas desarrollado por un equipo técnico y doctrinario multidisciplinario, con la participación de especialistas de diversas partes del mundo, que tuve el honor de dirigir, y publicado bajo el título “Tratado sobre tráfico ilícito de armas y delitos vinculados en el orden interno y global” por Editorial Ad-Hoc.
Esta propuesta incorpora estándares internacionales en materia de trazabilidad, transparencia, fiscalización, comercio exterior y prevención del desvío de armamento hacia el crimen organizado y el terrorismo. Y, además, atiende fenómenos que hasta hace pocos años resultaban impensables y que, sin embargo, la Argentina sigue ignorando olímpicamente: las armas “fantasma”, manufacturadas a partir de piezas no registradas o sin numeración visible; las armas impresas con tecnología 3D; y, lo más grave, los drones armados y las armas autónomas, conocidas internacionalmente como “robots asesinos”.
No se trata de una advertencia retórica: el último informe de gestión de la ANMaC previo a su disolución (2023) alertaba sobre la existencia de múltiples “zonas grises” en los circuitos de armas legales que podrían ser objeto de desvío, particularmente en jurisdicciones provinciales con escasa articulación con el sistema nacional.
A su vez, el ATT Monitor, en sus informes de 2022 y 2023, incluyó a Argentina entre los países que reportan de forma parcial e insuficiente la información sobre transferencias, existencias y desvíos de armas pequeñas y ligeras. Por su parte, la CICAD (Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas, OEA), en su Evaluación Multilateral 2022, recomendó fortalecer los sistemas de control interno y trazabilidad, con énfasis en la digitalización de registros, la auditoría externa y la interoperabilidad entre agencias estatales de seguridad.
A esto se suma una novedad inquietante: el hallazgo en México de armas argentinas ilegales, circunstancia que comento y desarrollo con mayor detalle en el trabajo que acompaña este posteo.
Sin embargo, todo ese esfuerzo normativo y técnico –tanto interno como multilateral– ha sido ignorado por el actual diseño de la política pública. El proyecto legislativo duerme el sueño de los justos en el Congreso; y si algo llegara a hacerse, no será más que una estrategia cosmética para aparentar cumplimiento ante la presión internacional. Con suerte –y viento a favor– apenas se agregará un “parrafito” al actual artículo 189 bis del Código Penal, incorporando la figura de tráfico ilícito. Una proclama voluntarista, en el mejor de los casos, que no modificará en lo sustancial el problema.
Porque, mientras tanto, las acciones –especialmente las administrativas– avanzan en sentido contrario. Se desmontan capacidades institucionales, se desfinancian estructuras de control, y se reeditan viejas fórmulas de verticalismo burocrático, esta vez en nombre de una “libertad” que no distingue entre tiradores deportivos y redes transnacionales de armas.
Y lo que es aún peor: frente al desmantelamiento progresivo del sistema de control, reina un silencio incómodo por parte de casi todo el arco político. Un silencio que no sólo omite, sino que habilita.