En estos primeros días del año, de inquietas idas y vueltas motivadas por el debate legislativo en ciernes sobre el denominado proyecto de la “Ley Ómnibus” que remitiera el flamante gobierno al Congreso, el foco de todos los habitantes del país, por razones lógicas, aparece centrado en las cuestiones económicas que probablemente deberán afrontar en un difícil devenir. Así pasan desapercibidos otros temas ajenos (pero no tanto) a esa discusión principal que fueron incluidos en la propuesta, relacionados con un asunto al que también debería dispensársele la atención que merece ya que, a corto, mediano o largo plazo terminará impactando en torno al bien más preciado de las personas, respecto del cual, con razón, se pregona: la libertad.
Es que dicha propuesta legislativa, además de otras que se vienen anunciando informalmente, traen dispersadas entre los cientos de páginas que la componen diversas cuestiones tendentes a precisar el modelo en que los ciudadanos que cometieron, o bien fueron víctimas de un delito, terminarán definiendo en los tribunales federales del país la suerte que tendrán aquellos a los que el Estado pretenda aplicarles una condena, así como a los que acudan a él en reclamo de justicia por un mal sufrido.
Entre todo ese conjunto de disposiciones que se pretenden concretar, se filtró la iniciativa de implementar el juicio por tribunales de jurados populares para juzgar los delitos “federales” (por ejemplo, el narcotráfico, la trata de personas, los delitos tributarios, los delitos cometidos por funcionarios del Estado nacional, entre otros).
Adelanto, desde ya, que es en vano cualquier crítica o la consideración de la eventual conveniencia, o no, que se pretenda efectuar sobre ese sistema de juzgamiento. Porque, sin ingresar en cuestiones que hacen a la participación popular en la administración de justicia, así lo establece en forma expresa la Constitución Nacional, nada menos que en tres disposiciones de su texto (arts. 24, 75, inc. 12 y 118), consagrándose, de este modo, como el único derecho que los constituyentes históricos (los de 1853/60) recalcaron en esa cantidad de preceptos y que los de 1994 ratificaron, sin modificarles ni una coma.
Una deuda de ciento setenta y un años que tan sólo fue interrumpida durante la vigencia de la denominada “Constitución Justicialista” de 1949, hasta que se volviera a la base de la original en 1957.
Las razones por la cual llegamos hoy en día sin juicio por jurados en la jurisdicción federal (las provincias, siempre a la vanguardia, haciendo uso de la reserva que formularon de poder regular sus propios procedimientos penales, entre otros, lo han venido instrumentando desde antiguo) son varias, de modo que no es posible desarrollarlas en este breve espacio. Sólo mencionaré que esa omisión “dolosa” siempre se amparó en la infeliz última frase del artículo 118 de la Constitución que manda que todos los juicios “criminales” se terminen por jurados, “luego que se establezca en la República esta institución”. Esta última expresión fue interpretada por los legisladores ordinarios (los del Congreso) como el salvoconducto que les posibilitó afirmar desde 1853 hasta ahora que “no están dadas las condiciones para que se implemente el jurado en la Argentina”. Otro argumento principal y reiterativo se basaba en la ignorancia del pueblo para juzgar y luego se reforzó la excusa en la cíclica crisis económica que los dispensó de implementar un instituto que ciertamente, para que funcione de manera eficaz como lo vemos en las películas norteamericanas (país al que sólo llegan al tribunal de jurados el 2% de los casos, porque los fiscales tienen amplias facultades para “negociar una pena”), requiere la asignación de importantes recursos. Previsión que, obviamente, los legisladores y los sucesivos gobiernos, jamás adoptaron.
Esto no quiere decir que durante el devenir histórico nacional no hayan existido intentos que casi tornaron efectivo el establecimiento del procedimiento. Los hubo y muchos, aunque todos malogrados. Sobre este derrotero y sus pormenores jurídicos y coyunturales he ahondado en algunas de mis publicaciones, a las que remito a quien pudiera llegar a interesarle profundizar el tema.
La implementación del jurado popular, entre los presidentes argentinos, tuvo entusiastas propulsores, pero también sus detractores. Y en esto la historia nos sigue sorprendiendo. Lejos de lo que pueda intuirse, el único mandatario que intentó formalmente, no una, sino tres veces instaurar el juicio por jurados fue Julio Argentino Roca. Sus iniciativas naufragaron al dejar el poder en cabeza de su cuñado, Miguel Juárez Celman que, acorralado por las denuncias públicas de corrupción estatal, prefirió instaurar un código absolutamente inquisitivo (secreto, oscuro y que asignaba la investigación a los jueces técnicos que el propio gobierno designaba), encargado al jurista Manuel Obarrio.
Como contratara, en la controvertida Constitución de 1949, el entonces presidente Juan Domingo Perón, o los juristas que lo asesoraban, de sabido desdén por el juicio penal popular, promovió la eliminación de las tres consabidas disposiciones.
El juzgamiento por jurados, en definitiva, es un derecho del ciudadano a ser juzgados por sus pares. Aquí el primer inconveniente de la propuesta que ahora se remitió al Congreso: lo reconoce como un derecho del imputado, pero también del pueblo a juzgar, de modo que lo torna obligatorio, a diferencia, por ejemplo, del sistema instaurado en la provincia de Buenos Aires donde el imputado puede elegir si quiere ser o no juzgado por ese procedimiento. Y esto trae sus consecuencias que le dan letra a los que afirman que los jurados populares pueden verse influenciados por los medios de comunicación (está verificado que algunos jueces técnicos también). Frente al temor de parcialidad de los jurados, el imputado no puede renunciar al procedimiento y elegir ser juzgado por jueces profesionales.
Segundo problema: se lo implementa para juzgar absolutamente todos los delitos (federales) que tengan una pena en abstracto superior a cinco años de prisión, aunque hubiesen quedado en grado de tentativa. Prácticamente todos los delitos “federales” tienen prevista una sanción que supera esos cinco años, de modo que ellos, obligatoriamente, terminarán siendo juzgados por ese procedimiento, más equitativo en la práctica, pero que requiere de recursos para poder llevarlo adelante. Porque, según la propuesta de ley, habrán de ser doce los jurados en cada juicio, a los que hay que sumarles a los suplentes, sus viáticos, los traslados, el alojamiento en hoteles y su resguardo personal mediante custodias en caso de ser pasibles de amenazas, el agregado poco conocido de que sus empleadores particulares (y no el Estado, que en definitiva es el que los intima a comparecer para que oficien de jueces) deben hacerse cargo de abonarle igualmente sus salarios y demás cargas impositivas durante los días que les demande asistir a los juicios (que pueden incluir fines de semana y feriados), entre otras erogaciones. Esto, además, en un país donde la gente es reacia para ir a votar y mucha lo hace porque el sufragio es obligatorio. Y para los ciudadanos escogidos para actuar como jurados también será imperativo, si cuentan entre 18 y 70 años de edad, salvo raras excepciones.
El constituyente reservó el procedimiento del juicio por jurados para juzgar los delitos “criminales”, es decir, los más graves y no todos, porque ya entonces tenía una noción de que el sistema colapsaría frente a semejante exigencia.
Hay más, pero son todas cuestiones jurídicas con las que prefiero no fatigar al lector (sólo por citar dos de ellas, la controversial exigencia de que el veredicto condenatorio sea unánime, siendo que si esto no se logra en un tiempo prudencial, debe realizarse un nuevo juicio con otros jurados distintos. También, la circunstancia de que el sistema sea impuesto como un “piso mínimo” a nivel nacional, determina que las provincias deberán adaptarse a ese rígido modelo, debiendo modificar lo que ya han establecido en sus leyes al respecto, dando así por tierra con el sistema federal de reparto constitucional de poderes).
En definitiva, los que hemos consagrado gran parte de nuestra vida a estudiar y promover el juicio por jurados populares celebramos que de una vez por todas el tema vuelva a recobrar vigor esta tan postergada iniciativa constituyente, lo mismo que la anhelada implementación en todo el país del Código Procesal Penal Federal que les asignará definitivamente a los fiscales la potestad de investigar, como también lo establece la Constitución.
Pero estos delicados temas mal pueden ser sancionados entre gallos y medianoches, misturados con otros temas de significación, sin un profundo debate previo que marque las falencias de un proyecto de ley del cual no se sabe quién o quiénes fueron sus redactores, al igual que sucedió con el Código Procesal Penal Federal, aún tampoco totalmente vigente en casi todo el país y que, por igual, presenta serias falencias en lo que hace a las herramientas imprescindibles para investigar a los delitos complejos, es decir, a la criminalidad organizada.
Sin una planificación realista de la implementación de ambas disposiciones procesales, tendremos por cierto leyes que cumplirán con el mandato histórico, pero que, para que no naufraguen, requerirán de amplios recursos humanos y económicos que ahora mismo deberían ser justificados a fin de no tornar en letra muerta o en una mera declaración de principios lo que se dispone. De tal modo, también la implementación del juicio por jurados y del Código Procesal Penal Federal en la Argentina nos hace volver al punto de partida de este breve análisis, en donde significamos que la concentración está puesta en los recortes presupuestarios nacionales y provinciales pues, como también se viene advirtiendo desde hace un tiempo, “no hay plata”.
Link a la nota publicada en Infobae: https://www.infobae.com/opinion/2024/02/02/luces-y-sombras-en-el-proyecto-de-ley-de-juicio-por-jurados-del-gobierno-nacional/